Pax Augusta
“Beati hispani quibus bibere
vivere est”
Julio César
Julio volvió por el pasillo con el gesto más enfadado que le había
visto hasta el momento.
- ¡Estos cabrones nos llevarán a la ruina
o a la guerra!
- ¡Te quieres callar! – le dije
agarrándole del brazo y hundiéndole en su sitio.
La mujer que estaba sentada en la fila delantera se giró para
recriminar las palabras de Julio.
- Mire, señ…
- Lo siento mucho – me dirigí a la mujer,
haciendo callar a Julio–, de veras que lo siento. Por favor deje que hable con
mi amigo.
Aquella mujer se recolocó en su sitio a regañadientes, y mientras
Julio intentaba reafirmarse en que tenía la razón, yo traté por todos los
medios de que se callara un segundo.
- ¡Está bien! Siempre obedeciendo tu
“superior prudencia”.
Ignoré su sarcasmo; Julio se cruzó de brazos y yo miré por la ventana.
Necesitaba pensar. El autobús estaba rodeado de columnas humanas, cargadas con
banderas de todos los tamaños, colores, mensajes y símbolos. Los gritos eran
casi ensordecedores, y el corazón de sus manos no era muy alentador.
- ¡Hay fuego ahí delante! – se escuchó a
uno de los viajeros.
- Te lo dije, pero, claro, tú tienes que
decir lo que tengo que hacer – me espetó Julio, mientras el resto de pasajeros
se inclinaban hacia el pasillo o sobre sus asientos.
- Julio, por favor…
- ¿Qué favor necesitas? ¡Menuda idea la
del puente!
- ¡Quién pensaba que a la vuelta íbamos a
tener esta movida!
Vi la boca de Julio lanzarse a contestar, pero se detuvo. Cerró el
puño, suspiro y se recostó nuevamente en su asiento. Yo… Bueno, yo me limpié
los ojos y aproveché para juntar las manos frente a mi boca.
- ¿Y ahora te pones a rezar?
No lo hacía… O sí, no lo sé. En aquel momento me bloqueé, y deshice el
gesto para reclinarme sobre la ventana.
Durante media hora estuvimos en silencio, al menos entre nosotros:
Julio soltaba alguna idea de las suyas, buscando la aprobación de los que
estaban de pie en el pasillo, mirando -o admirando- aquella situación. Yo tan
solo podía fijarme en la gente que seguía cruzando a ambos lados de aquel
reguero de coches y camiones; sorprendido de la disparidad de edades que había
en aquellos grupos.
- Encapuchándose y cubriéndose la cara…
¡Qué valientes en sus derechos!
- Julio te lo pido por favor…
- ¿Tienes…? ¡Oh, Dios mío! – el cabrón
sonreía– ¡Tienes miedo!
- No… – disminuí la voz– No tengo miedo.
- ¿Quién lo diría?
- No es miedo lo que siento, sino
impotencia. Es desasosiego – señalé por la ventana– por ver lo que está
pasando; lo que estamos provocando.
- ¡Ya habló el pacifista y justo! No, si
ahora tendremos la culpa nosotros.
- Julio, no…
Durante un momento Julio siguió recriminando mis palabras, y
encorvando mi cuerpo escuché que yo mismo había caído en el error que trataba
de criticarle.
- ¡Aquí no se necesitan medias tintas! –
Julio estaba cada vez más irritado por mis palabras, y aquella espera no le
calmaba– ¿Quieren la independencia? ¡Que se vayan a tomar por culo! Así nos
dejarían tranquilo.
- Basta, Julio, ¡basta! ¡Se acabó! ¿No te
das cuenta de que estás disparando contra gasolina?
- Están en mitad de las carreteras… ¡Han
ido a las estaciones y al aeropuerto! – señaló dándome su móvil– ¿Y dices que
me calme?
- Esto no se va a solucionar con
comentarios como ese. Y menos de ti; ya habrá políticos diciendo eso, no hace
falta que te metas en problemas.
- Pero esto no es política, es la vida
real, en la que somos nosotros los que nos vemos afectados mientras los
trajeados, ¡todos, sin importar el signo!, cobran por no hacer nada.
- Y si tú estuvieras ahí, en la tribuna
del Congreso, ¿qué les dirías?
- ¿Yo? –carraspeó y se dispuso de forma
tan noble como amenazante– Yo les diría que se dejaran de discursitos, de
asientos y de moral. ¡Que dejaran de mirar solo para sus intereses! Porque, no
nos equivoquemos, tanto los de ahí fuera como nosotros somos resultado de sus
intereses: da igual que luchen por España o por Cataluña; solo luchan por ellos
mismos.
Julio había dado con la clave de todo mi pesar; nos estábamos
enfrentando unos contra otros… ¡Como siempre! Y todo por palabras que, en
muchas ocasiones, solo sentían cuando veían las urnas cerca. Una vez escuché en
la terraza de un bar que los políticos son las personas más cultas de todas. En
aquella ocasión me reí, pero ahora entiendo que tienen un don para cambiar el
sentido y significado de las palabras: nosotros les votamos, y ellos nos botan.
- Y después, ¿qué? – le dije a Julio– Te
criticarían a ti por la intervención, y cada uno acusaría al contrario de haber
confabulado para dejarte hablar. Total: nuevamente todos contra todos.
- No me seas tan pesimista…
- ¡Que no, joder, que no! ¡Siempre igual!
No sabemos hacer otra cosa que no sea criticar, malmeter y erigirnos cada uno
salvadores frente al contrario. ¡Ah, pero eso sí! Siempre hay un contrario
malo; incluso cuando intentas ayudar, te juzgarán por populista o “bienquedador”
o lo que sea. Pero hagas lo que hagas lo harás mal.
Julio notó mi desesperación; trató de calmarme, pero apenas consiguió
que cogiera aliento para continuar.
- ¡Todos tenemos la razón! – sentencié.
- Incluso tú…
- Sí, incluso yo – sonreí por primera vez
en aquel viaje–. Todos elevamos en un altar nuestro criterio; todos estamos en
una superioridad incuestionable y…
- Pero ahí te equivocas – me interrumpió
Julio–; el problema no es que nos creamos superiores: cada cual sabemos lo que
somos. El problema es precisamente ese, no ser cuestionados.
- ¡Eso es, Julio!
- En este país, si defiendes la bandera de
España eres un facha irremediable, sin escuchar el discurso que los diferencia.
Y, porque ya te estoy viendo el gesto, a los progres, que les da miedo salir en
la foto del desfile del 12 de Octubre, los tachamos de traidores.
- Esa palabra es…, es tan destructora.
- Pero en todos sitios, eh. El
nacionalismo catalán es igual; si te sales un poco del discurso ya te señalan.
- ¡Pero no ves el problema, Julio! Es que
en la propia solución está el germen español: mejor dicho, el maniqueísmo
español.
- ¡Déjate de esdrújulas y filosofías!
- Vale, pero fíjate: todo se divide entre
rojos y azules, mi argumento inamovible y tu argumento inamovible, tu televisión
manipuladora y mi televisión adoctrinadora…
- Tú eres malo y yo también…
- ¡Exacto! Y el diálogo solo les sirve
como argumento para los demás: si los unos hablan con los otros, los unos malos
y los otros también; si no hablan, todos malos, que es lo mismo que si unos
hablan y los otros también…
- Si los progres hablan con los
independentistas es por acuerdos electorales para destruir España, y si no
hablan, son unos irresponsables.
- Hasta tú mismo lo dices.
- Pero algunos tendrán más culpa que
otros, ¿no?
- Julio, la política ha muerto.
- ¡Ves como hay que ir al Congreso a
llamarles sinvergüenzas!
En ese momento me quedé callado. ¿Tendría razón Julio? No. Si eso es
lo único que hacen; pasan más tiempo inventando insultos que creando
soluciones. Allí sentado, mirando a un histriónico Julio, cuyos movimientos no
distaban tanto de los gestos de los manifestantes, me di cuenta de que igual no
éramos tan diferentes.
- ¡No si al final los catalanes serán los
más españoles!
- ¿Perdón? – salté sorprendido de que
Julio me hubiera leído el pensamiento.
- Estaba dándole vueltas a lo que habíamos
hablado, de que los discursos de unos y otros son iguales… Igualmente
incendiarios.
- Como anécdota te diré que el
nacionalismo vasco, en origen, era igual: se creían la quinta esencia española,
superiores a los propios españoles.
El silencio de Julio coincidió con el de muchos pasajeros de a nuestro
alrededor. Me di cuenta de que nuestra conversación no había pasado
desapercibida, pero sobre todo me asusté del rostro impasible de Julio. Hice ademán
de tocarle el hombre, o de comprobar si seguía teniendo pulso…
- Entonces…
Pero se me adelantó…
- Como historiadorcito – cuando continuó
Julio, me brotó una sonrisa por no hacerle brotar los dientes–, ¿crees que la
independencia es posible?
Quise pedir el comodín del público, pero me arriesgaba a un referéndum
y no me apetecía acabar en la cárcel.
- Ehmm… A ver, técnicamente no creo que la
vaya a haber… – vi que me iba a corregir y me lancé– Pero…, si me preguntas a
nivel histórico, se tendrían que conformar con los antiguos condados. Los
famosos ‘Països catalans’ no existieron, porque Valencia y Baleares fueron
reinos “creados” por Aragón.
- La famosa Corona aragano…, catalano… ¡La
Corona de Aragón, coño!
- Que sí, Julio, pero que volvemos a lo
mismo: si dices eso, por mucha razón que tengas… No porque la tengas tú, sino
porque es un hecho histórico… Bueno, pues si dices eso, te dirán que retuerces
la Historia en su contra, que todo eso es falso y en fin…
- ¡Como si les hubiéramos conquistado! Lo
dicen como si España colonizara Cataluña como Cuba.
- Ya, pero, Julio, te pido que tampoco
hables tan libremente de la Historia.
- A ver…
- Que sí, que te entiendo; pero si todos
se creen con derecho a usar la
Historia, ¡como si fuera un objeto!, al final acabarán por crearse tantas
historias como sean oportunas.
- Ya, ya, lo sé. Pero no soy el que
exagera con qué es país y lo que no…
Hice una mueca; miré a Julio y observé por la ventana.
- No hay tesoro de unos y cárcel de todos…
- ¿El qué?
- Que ninguna idea vale fuego y ceguera…
Ninguna –miré fijamente a Julio.
“Señoras y señores, disculpen las molestias. Me informan de que en
unos momentos se restablecerá el tráfico y podremos continuar. Se estima que
lleguemos al destino en cuatro horas. Disfruten del resto del viaje, y gracias
por su paciencia. Muchas gracias.” El autobús se inundó de un gran aplauso;
comentarios de tranquilidad, sonrisas y algún cántico de fútbol.
- ¡Oh por fin acaba esta tortura!
Julio apoyó su cabeza en el asiento; había pasajeros que le saludaban
cuando volvían a la parte trasera del autobús: “me he debido perder alguna
pelea”, pensé. Yo me quedé mirándolo, gesticulando, en silencio. Al fin:
- ¡Qué pasa! – me soltó con su habitual
dejadez– ¿Ya ha acabado todo?
- ¡Cómo que ya ha acabado todo! Nada ha
acabado; y lo peor es que nunca habían terminado los problemas.
- El autobús arrancará, volveremos a casa,
nos echaremos unas cerv…
- ¿No te das cuenta, Julio? Los problemas
siguen: siguen los fuegos, como el del Amazonas, y siguen las protestas
callejeras, como en Ecuador… ¡Ah, pero, tienes razón! Es verdad, que nosotros
vivimos en Europa.
- ¡Mira que eres puñetero, eh! – no sabía
si me miraba cansado, enfadado o simplemente ensimismado en sus cosas– Siempre
aprovechas cualquier oportunidad para meter una pullita a la derecha.
- Que no, Julio, que no. Que en diez
semanas tendremos una televisión hasta los cables de lazos amarillos, violencia
catalana y ataques entre los de aquí y los de allá – callé un momento al ver
que la misma señora que al principio recriminó a Julio, ahora se dio la vuelta
para atender–. Y mientras siguen desahuciando gente, en Madrid, en Girona y en
el Mediterráneo; y los pensionistas, ¿qué?
- Hijo – me dijo la señora–, los
pensionistas no tienen idioma ni patria que no sea la de su familia.
- Lo siento, señora.
- ¿Por qué?
- Porque luchan por una generación que no
agradeceremos nunca la oportunidad que vamos a desaprovechar.
La señora sonrió displicente; Julio hizo un gesto capcioso y volvió a
recostarse. No me quedó más remedio que mirar por la ventana, aunque me vino a
la mente lo que me había enseñado Julio en su móvil, y decidí aprovechar para
ponerme al día: los titulares digitales eran poco halagüeños, pero preferí ver los
vídeos y las imágenes:
- Hasta la locura tiene más sentido –
susurré–.
- ¡Ya está bien! – me espetó Julio– Deja
de marearte: tú mismo lo has dicho, esto en unos días, cuando haya otra noticia
que exprimir, se pasará.
- Lo sé.
- Por una vez, y que Dios me pille
confesado, te haré caso: no voy a generalizar.
- ¿Por qué manifestante habéis cambiado a
mi Julio?
- Déjate de tonterías; sé que hay fuera
hay gente pacífica que solo lucha por lo que piensa. Los cabrones… Perdón: los
inconscientes son solo cuatro.
- Pero arrasan como un ejército…
- ¡Ah, cobarde! ¡Pues mandaremos al
nuest…! – me vio la mirada y paró– ¡Eh, picaste, imbécil! Es solo una broma,
tranquilo.
- Más te vale.
- Además para qué vamos a enviar a gente
que estrellaría sus paracaídas en la Sagrada Familia.
Orgulloso de su chiste, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los
ojos. Yo no pude. Estuve pendiente de todo lo que sucedía a mi alrededor:
¿miedo o deformación profesional? No lo sé. Pero eran escenas que quería
recordar: quería mantener las ideas que me dijo Julio, unas ideas que me
sorprendieron que salieran de su boca; aunque estoy convencido de que solo lo
hizo para tranquilizarme: las familias defienden, los ignorantes agreden.
Aquella reflexión debería servir para todo, pero no sé si somos capaces de convencernos. Siempre peleados incluso
en la celebración… ¡No! ¡No puede ser verdad! Ya estoy generalizando… ¡Me
niego!
- Mira, ya avanzamos…
El comentario de Julio me despertó de la ensoñación… Sí… José Luis
Garci puso buen título a la solución…
- Ojalá…
Julio se acomodó en su asiento; yo me recoloqué en el mío.