El borrego borracho


 El borrego borracho



“Muy buenos días, corazón; ¿me permite cinco segundos en la lucha contra las infecciones? Muchas gracias. Adiós; que tenga un buen día.”. “Buenos días, pareja, ¿qué tal? ¿Me dedican un momentito contra las infecciones? Adiós; que vaya todo muy bien.” “Buenas, caballero, ¿me permite un segundo contra las infecciones? Que tenga buen día.” “Buenas, ¿tiene un momento contra las infecciones? Gracias. Adiós.” “¿Tiene un segundo contra las infecciones?” “¿Contra las infecciones? Adiós.” “Adiós.”


Cada trabajo es especial en sí mismo, y si es la vocación a la que has aspirado, no lo denominas siquiera “trabajo”; pero contados son los que poseen la grandeza de enriquecer el alma y ser valor de orgullo. Visto con distancia y perspectiva, la historia que a continuación voy a relatar no es cercana a la satisfacción espiritual ni al beneficio personal y social... Salvo si de ello se puede extraer una llamada a la moraleja moral.

Cierta mañana, de las que vale recordar solo para lamentarse, me encontraba en la acera, cobijado por la sombra de los edificios, intuyendo el sol entre el suspiro de mis huesos. Era mi primer día trabajando para la Fundación Española Antivírica, asociación de la que no vale la pena buscar información, porque es un pseudónimo de la realidad. Mi objetivo era intentar ampliar esa gran familia para conseguir mejorar la vida de los afectados. ¿Mi única norma? No pelearme con el chaleco reglamentario puesto.

De pie, estaba en el puesto de trabajo que iba a ocupar durante las siguientes horas… Y los próximos días. Quizás en ese momento no percibía lo privilegiado que era, de tener, literalmente, un lugar en el mundo, y de ser productivo para mí mismo y para la sociedad. Sigo sin saberlo. Mis jefas, que preferían llamarse compañeras…, mis responsables, al fin y al cabo, me dieron consejos, me enseñaron las indicaciones necesarias para despertar interés en la gente que corría por ganarle tiempo al tiempo, y me hicieron ensayar con ellas el discurso que, con suerte, sería el siguiente paso una vez consiguiera que se pararan a escucharme. Mis supervisoras me repitieron, una y mil veces, que nuestra misión es conseguir mil soldados anónimos que quieran ayudar en esta desgraciada lucha; me convencieron a mí mismo de que esas personas estaban ayudando, con un granito de arena mensual, muy simbólico, y que significaba nuevas probetas, nuevos tubos de ensayo, o sencillamente una voz al otro lado del teléfono que te acompaña en una madrugada de ánimo bajo. Mis supervisoras me reiteraron, mil y dos veces, que la única norma es no contestar en mal tono ni discutir ni pelearse con el chaleco reglamentario puesto. Si lograba esos dos objetivos, ya me tendría que sentir satisfecho por el trabajo del primer día. Si además alcanzaba la solidaridad de la buena gente con la que nos cruzamos a diario sin saberlo, podría gritar de alegría.

Al fin, y tras los oportunos ánimos que me dieron, previa huida del lugar, me quedé solo en una de las esquinas de la plaza: era el momento de actuar.

—Buenos días…

—No, no; ya me lo sé —me interrumpió, estirando la mano contra mi cara, sin levantar su mirada del suelo.

No me importó; no pasaba nada, porque era el primer hombre al que paraba, y estaba claro que no me iba a besar el santo. Continué a por la pareja que seguían su paso por detrás:

—Muy buenos días —empecé, malgastando innecesariamente mis energías y positivismo, del que me caracterizo por ir escaso—; ¿me pueden dedicar un segundito contra las infecciones?

—¡Uno! Ya está… —y orgulloso por su respuesta, se alejó despidiéndose con la mano, y dejándome con la palabra en la boca.

La gente pasaba, los segundos también; pero lo poco que he aprendido de física es que conforme más rápido huyen las personas, más lento anda el tiempo. Aquella primera mañana se hizo interminable, y la insatisfacción humana no lleva irremediablemente a la envidia y el desánimo, al ver, aunque sea por el bien de todos, como los demás consiguen más que tú. Es inevitable pretender superar a los demás; y quien diga que no sabe que sí. Al necio tiempo se le sumaba el incontrolable clima, que me aguó por completo mis ganas de seguir allí por mucho tiempo más.

—Buenas, ¿me permite…? ¡Que tenga un buen día, señora!

Y con ese grito final, una de mis supervisoras, me alcanzó al final de la jornada:

—¿Cómo ha ido?

—Solo he hablado con un hombre, y el diálogo que hemos tenido ha sido el de llamarme feo, y contestarle que, aunque no vaya a necesitar peines, no le iría mal comprarse un espejo. Así que, no ha ido tan mal.

—Bueno, tú no te preocupes —me intentó calmar sin éxito—; es tu primer día, y solo hay una mínima parte de la población que va a querer colaborar con nosotros: puede que hoy no haya pasado por aquí esa persona.

“O puede que todos hayan pasado por el lado de la calle donde estabas tú bien colocada”, pensé injustamente, fruto de la frustración.

—Mañana más y mejor.

Y con esa frase comenzó mi andadura por los campos de batalla de la ciudad, donde los soldados cambian a diario, y se vuelven más impredecibles que el propio cielo que tenemos por despacho.

No quiero aburrir describiendo cada minuto de cada día que viví literalmente lo ya descrito, porque sería absurdo que caiga con vosotros en el mismo error que me sucedía con la gente que ni siquiera me llegó a permitir explicarme tanto; pero es necesario que entendáis el motivo de esta historia, y para ello debéis saber lo que ocurrió en los tres días que precedieron al último que estuve allí trabajando.

El primer día, trabajando de nuevo en la calle, como cada día que trabajo en la calle, como otros muchos que veo trabajando en la calle, y me saludan y les saludo, e incluso nos hacemos algo de compañía hasta que el sol finalmente decide coronarse; el primer día, como digo, madrugué para llegar al puesto que me tocaba. Durante toda mi etapa trabajando para la Fundación Española Antivírica decidí ir cada mañana (y las tardes que también me tocaban trabajar) andando a la localización establecida, evitando el tranvía o el bus, sin más desprecio que el que pudiera causar a la gente con la que convivo, al infectarme en un descuido. Y es que eso es necesario aprenderlo, aún sin trabajar en la Fundación: las infecciones son una lotería que nos pueden llegar, incluso cuidándonos (y las podemos desear a los que no quieren escuchar estas palabras). Llegué puntual, a pesar de no conocerme el callejero urbano, y dediqué un par de minutos a visualizar el que sería, probablemente, mi nuevo y último lugar de trabajo: las tiendas, los bares, los locales en venta; la farmacia y su cruz luminosa, donde llevar la cuenta de las horas que restaban de estar allí, o el estanco al que acudir para aspirar algo de tranquilidad. Quería tener localizado cada detalle, y localizarme a mí mismo en el centro de todo ese paisaje ignoto, y, además, observar qué tipo de gente frecuentaba por allí. Esa mañana, disponiéndome en una de las esquinas, calle con calle, avenida con avenida, y buscando algo de luz por entre los altos edificios de oficinas y amplias terrazas que me rodeaban, tuve la sensación de que no iba a estar cómodo en toda la mañana. Y dos enormes macetas de mármol, con flores coloridas y bien cuidadas, que flanqueaban, en mi esquina y la contraria, el cardum del barrio, y los técnicos que había enviado el Ayuntamiento para dejar bien acicalados los árboles que decoraban el largo del decumanum, para además no molestar la vista de los anteriormente mencionados balcones, acabaron por confirmarme la rabia e impotencia que se fue acumulando en mi interior.

En ese primer instante no me fijé demasiado en todo ello; me puse el chaleco reglamentario, cogí la carpeta con los formularios en blanco y…

—Hola, buenos días…

—Lo siento, llego tarde a trabajar —me interrumpió.

—Tranquila, hasta luego —y continué—. Buenas, ¿me permite un momentito…?

—¡No le permito nada, joven! Yo estoy jubilado y mírame —me levantó un elegante maletín de curtida piel, hasta amenazarme en la cara con él—: trabajando para compensar la mierda de pensión que tengo. ¡A mis años! ¡Y mientras dando a los extranjeros lo que nos quitan a nosotros!

—Caballero…

—¡Que no, que no!

Y sin dejarme que le explicara nada, ni que todo eso no me interesaba en absoluto, ni que yo no tenía la culpa de nada, ni que estaba allí para intentar arreglar un problema en concreto, de todos los que existen, se fue.

—Buenas, ¿me deja que le explique un momento…?

—¡Claro, no faltaba más! Dígame.

No puedo describir lo que sentí en ese momento; había pasado ya alguna larga media hora desde aquel incidente, y ninguna engalanada señora que corría para misa de diez, ni jóvenes (cuando digo jóvenes digo muy jóvenes, de instituto o  poco más) vestidos de Primera Comunión, ni mucho menos los Armani del banco o la inmobiliaria, ninguno tenía tiempo para pararse. Pero aquel señor sí se detuvo a escucharme.

—Mire, soy de la Fundación Española Antivírica…

—¡Ah, pero…! —el hombre se quedó un segundo mirando los detalles de mi chaleco, el emblema de la fundación, y torciendo el rostro ante la confusión que le causó el color que vestía— ¡Ah, entonces no! Yo es que pensaba que eráis de VOX…

—No, no; somos…

—Sí, sí, pero entonces nada.

“Entonces nada”, terminó por lanzar al suelo, apartándose calle abajo. Su camisa tenía fácil descripción: por delante, entreabierta, dejando poco a la imaginación; por detrás, largos y anchos manchurrones parduzcos, y más arrugas que estampados, confesaban una vida solitaria y desganada. No me gustaría juzgar a ese primer caballero que, al menos, se detuvo más de diez segundos, pero me dio la sensación de que salía de un bar, o de que se dirigía a un bar, o de que estaba realizando las dos cosas a la vez.

Tomé aire, como igualmente lo hago ahora al recordar aquella escena, tan nítida, como todavía sentir las marcas de las uñas dejando cuatro incisiones en la palma de mi mano. No era frustración. No; era una mezcla de estupor y vergüenza ajena.

Pero igualmente justa debe ser la última señora de aquella fatídica mañana. Un caso excepcional, el primero que me sucedía, y a lo que más tarde denominé como “francotiradores”: persona que, más o menos concienciada, no piensa en la hora del mediodía, o la última de la tarde, y deja atrás el cansancio o las prisas que pueda tener, y se detiene a escucharme, atenta y educadamente, para finalmente decir:

—Vale, toma mis datos…

—Mil gracias, de verdad.

—¡De nada! —exclama ella (en este caso), sorprendida de mi sorpresa.

Final de jornada: mil doscientos cincuenta y cinco rechazos, trescientos cuarenta silencios, un simpatizante de VOX y una socia. El total suman una persona más que va a ayudar miles de familias.

Pies agotados; ojos hinchados… Cansancio físico y mental.

Medianoche. Otro día.

A la mañana siguiente no tuve que madrugar tanto, pues mi puesto (un permiso en un supermercado) me tocaba bastante cerca de casa. Mejor. Pude descansar, o al menos dormir.

 Llegué puntual, a pesar de no conocerme el callejero urbano, y dediqué un par de minutos a visualizar el que sería, probablemente, mi nuevo y último lugar de trabajo: las tiendas, los bares, los locales en venta; la farmacia y su cruz luminosa, donde llevar la cuenta de las horas que restaban de estar allí, o el estanco al que acudir para aspirar algo de tranquilidad.

Aprendí de la primera lección del día anterior, y siguiendo las recomendaciones (nada aleatorias) de mis responsables, decidí hacer una mayor selección de las personas que paraba: en primer lugar, porque en ese turno trabajaba con otra compañera, que tenía el mismo derecho que yo a que rechazaran un segundo con ella; en segundo lugar, porque mis energías iban menguando. En tercer, y vencido argumento, porque es una evidencia que no todo el mundo es igual que la señora que se paró en el último minuto, y buscando el perfil adecuado se avanza más. (Debo también puntualizar que estas “cribas” no siempre son tan útiles: juzgar un libro por la portada siempre trae decepciones. Pensaba que parando a quienes tenían un símbolo nacional en la mascarilla, o en la muñeca, o en el chaleco, o en los tres sitios, y remarcando que éramos de la Fundación ESPAÑOLA Antivírica, iban a detenerse, supuso un grave error. La picardía, y los intentos por mimetizarme con la fauna callejera, no funcionan: ni todo el mundo quiere colaborar, ni todo el mundo es tan inocente de creer que repitiendo sus últimas palabras y dejando soltar su discurso van a caer en los pocos razonamientos que pudieras decir al final.

Y aún así nunca dejé de intentarlo:

—¡Muy buenas, caballero!

—¡Buenos días! —su vozarrón contrastaba con el tamaño de su cuerpo, pero ese fue precisamente el detalle campechano que me atrajo para intentar pararle.

—¿Me permite un segundico?

—¡Dígame usted!

—Así me gusta, muchas gracias… —me salto el blablablá y llego a los datos más significativos, remarcando las palabras clave que imagino que solo escucharían mis interlocutores, entre ellos este hombretón—: Gracias a su ayuda, que no importa cuál sea, porque es libre, la libertad no se la vamos a quitar nosotros…, usted estará luchando para que el gobierno obedezca, y con su nombre obligará al gobierno a darnos más y mejores infraestructuras. Además, el 80% de su aportación se desgrava, lo que significa que también está luchando para que ese 80% lo pague el gobierno.

En este momento, tenía dos opciones (aplicables tanto a él como a mí): seguir o huir. Yo elegí la primera; él eligió la correcta. Yo le vi apartarse, y le vi irse; sin dejar de mirarle, saqué el móvil del bolsillo, en silencio, para ver cuántas horas me restaban de estar allí. Y sin tener ninguna esperanza, cuando iba a parar a una pobre mujercita, atiendo al hombre volver de nuevo, directo como una flecha hacia mí.

—Mira —tragué saliva, y encogí todo el cuerpo, adivinando las amenazas que iba a lanzar a partir de entonces—, me vas a perdonar.

—¿El qué?

—Antes no te he escuchado bien —(o no me ha querido escuchar) y empezando ya a decir más por sus movimientos que por las palabras, comenzó el discurso que hasta hoy aún me saca una sonrisa de pura impotencia—: yo es que pensaba que esto era para los putos moros.

En los apenas cinco minutos de su soliloquio (puesto que mis intentos de explicarle que la lucha contra las enfermedades también era importante) repitió el epíteto “putos moros” tantas veces como Occidente entero en los últimos 40 años.

Después de aquello… En fin…

Total de jornada: ciento treinta y siete rechazos, cincuenta y dos silencios, un simpatizante de VOX, y cero socios.

Medianoche. Otro día.

Y al día siguiente fue efectivamente un nuevo día. O casi.

Me desperté, y en el espejo vi las primeras ojeras: ni los madrugones de estudio, ni los desayunos de cubatas; ninguno de los años en que vivía en ambos extremos me habían hecho envejecer tanto como apenas unas semanas en este trabajo.

Pero no me importó, o al menos no quise que me importara. Lo conté como un día más, y así debía seguir. Lo llevaba todo preparado: miré el reloj (del móvil), y me fui. Esa mañana me tocaba en un lugar ya conocido…

Llegué puntual, a pesar de no conocerme el callejero urbano, y dediqué un par de minutos a visualizar el que sería, probablemente, mi nuevo y último lugar de trabajo: las tiendas, los bares, los locales en venta; la farmacia y su cruz luminosa, donde llevar la cuenta de las horas que restaban de estar allí... No sé cómo, pero siempre encontraba una cruz que me indicaba la hora.

Todo como siempre:

—Muy buenos días, corazón; ¿me permite cinco segundos en la lucha contra las infecciones? Muchas gracias. Adiós; que tenga un buen día.

La gente pasaba, y pasaba de mí:

—Buenos días, pareja, ¿qué tal? ¿Me dedican un momentito contra las infecciones? Adiós; que vaya todo muy bien.

Algunos saludaban con la mano, y otros agachaban la cabeza:

—Buenas, caballero, ¿me permite un segundo contra las infecciones? Que tenga buen día.

Otros simplemente apartaban la mirada:

—Buenas, ¿tiene un momento contra las infecciones? Gracias. Adiós.

Y observaban…, otras cosas:

—¿Tiene un segundo contra las infecciones?

Y yo los observaba, y enmudecía:

—¿Contra las infecciones? Adiós.

Y acabé por ignorarme a mí mismo:

—Adiós.

Porque en esta esquina, la misma de la primera vez, la que estaba calle con calle, avenida con avenida, algo había cambiado. En uno de los locales que me rodeaban, una pequeña y familiar librería, la oferta literaria venía con las novedades del otoño-invierno. En el escaparate, tres amplias repisas partían las vistas del interior del local; y en sus baldas, bien organizadas por temática y estilo, había novelas, libros de autoayuda, y, mezcla de ambas dos... Pero en el centro, tres libros agolpados resaltaban sobre el resto: el primero, un ensayo histórico sobre la Europa del siglo XX, escrito por un profesor de Universidad; el tercero, un estudio sobre la Historia del Capitalismo, desde sus orígenes hasta la fecha final que el economista había predecido… ¡Ah, pero en el medio! En el centro, una portada dibujaba una bandera dividida en dos, portando la hoz y el martillo que se extendían hasta un aletrado himno bicolor.

En ese turno trabajaba solo, y pude permitirme la distracción; la propia dependienta (y propietaria, imagino) me observaba atenta: supongo que no estaría acostumbrada a ver un joven vistiendo mascarilla blanca y chaleco verde ensimismado en los libros que ofrecía su local, teniendo al lado una amplia terraza de bar. Una situación cómica, para no convertirla en dramática. Pero la gente me evitaba, me rodeaba, y entraba para comprar el mismo libro: el del centro.

Y yo comenzaba a irritarme: ‹‹¿Cuál de ellos es mejor?, decía para mis adentros, controlando mis uñas, en esta ocasión, ¿cuál? Para gustos colores, nunca mejor dicho››. Pero ahora me doy cuenta de que esa no es la pregunta. La cuestión es: ¿cuál es más objetivo en sus datos, y por tanto más instructivo? Probablemente solo el del centro estuviera bien escrito, con una gramática impecable, y una ortografía intachable; pero en cuanto contenido, será el único que no poseía más mensaje ni coherencia que nada. Entre otros argumentos, porque no deja de ser una recopilación de otros trabajos: un resumen bibliográfico, más parecido a un trabajo de instituto o de alumnos de primero de carrera, que de una pretenciosa “Biblia del liberalismo”.

Y sin embargo…; sin embargo, la gente entraba y solo se llevaba ese. Y vi a la propietaria aconsejar otros libros para añadir a la cesta (simple capitalismo, o pura pasión literaria). Y eso mismo me sacó de mi abstracción:

—Buenas… —durante una fracción de segundo dudé: la primera persona que paro tras este impasse filosófico, y hube de reencontrarme con los argumentos que mi mente mascullaba. Aquel hombre, a quien mi mente fotografió con apenas ese instante de encuentro, era la personificación misma de mis pensamientos: era un señor, con todo lo que implica la palabra; de hombros anchos, menudo en estatura, portaba un enorme abrigo de cuero marrón, acabado en una banda ancha de pelo. En su mano portaba un recogido paraguas negro, y en la cabeza, un sombrero, conjuntado con el abrigo, cubría un evidente avance de calvicie, y su boca estaba cobijada con una mascarilla de color verde oscuro, y un escudo de la orden militar de Calatrava. Y por ese detalle empecé—: ¡Qué curiosa su mascarilla!

—¡Pues como todas! Un bozal —un agresivo comentario, en fondo y en el elevado tono con que lo dijo, que acabó por confirmarme la entretenida conversación que iba a mantener.

—Lo decía por el escudo… Me ha llamado la atención; soy historiador, disculpe si le ha ofendido, pero es deformación profesional.

—¿Historiador? —preguntó, echando el cuerpo hacia atrás, y frenando su paso— Pero ¿historiador de los buenos o de los comprados?

—Historiador —le contesté con firmeza—; el resto que no hagan este trabajo ni son vendidos ni nada, porque no son historiadores.

—¡Ya, ya! —Su voz ronca, profunda, no dejaba ningún comentario, por breve que fuera, al azar. Y con esa exclamación cerró la primera parte del “extenso” debate del que pronto sería consciente que iba a ser.

—¿Me dedica un momentito para explicarle que hacemos aquí?

—Pero rápido…

—Mire, somos de la Fundación Española Antivírica, no sé si nos conoc…

—Antivírica… —me interrumpió, levantando el paraguas, con el que me increpó hasta que acabó de soltar todos los espumarajos por la boca— ¡El virus es este gobierno! ¡A ver si os enteráis de una vez!

—Mire, caballero, lo primero es que no estamos aquí para hablar de política, sino para salvar vidas, que creo yo que eso no entiende de ideologías…

—Sí, sí… —farfulló impaciente, sin que creo que escuchara nada de lo que le había dicho.

—Y lo segundo —me intenté contener, recordando la segunda norma de mis responsables, pero no pude—: esa es ¡su opinión!

—Ahora me vas a atender tú, porque eres muy joven y no lo entiendes aún: o aprendéis a votar, o vais a arruinar el país.

Podría haberle dicho mil cosas, o ninguna; podría haberle rebatido con el tema de votar bien o mal, con la libertad de la que tanto se engalanan y parece que no va con los que critican, o directamente retroceder, ignorarle y retomar el tema para el que estaba allí de pie aguantando estupideces. Pero no, preferí hacer eso y todo lo contrario al mismo tiempo:

—Yo seré muy joven, pero al menos tengo más educación que usted. Que tenga buen día.

Se fue, no sin antes lanzarme con la mirada una amenaza para toda mi familia.

¡Ah! Se me olvidaba comentar un detalle de gran valor para que este señor apareciera en esta historia, y que debió ser el motivo por el que mi subconsciente ordenara a mi consciencia que debía pararle e intentar lo imposible: aquel hombre llevaba incrustado en el bolsillo del abrigo una pequeña radio, con la que se acercó a todo volumen por la calle, escuchando el larguísimo programa diario del autor (santificado al menos por apellido) que en el escaparate ocupa la posición central. Cuando le hablé, bajó el volumen; cuando le despedí, se fue dándole a la ruleta hasta que lo escuchara toda la ciudad.

Y volví a quedarme solo con mis frágiles dudas: ¿Por qué esta gente, discípulos de intelectuales, defensores del conocimiento, pueden aprovecharse de su posición y convertirse en adalides (irónicamente) de la desinformación? ¿Por qué se benefician de su egregio vocabulario, sabiendo que el vulgo corriente les hará caso solo por creer que hablando con indescifrables frases poseen argumentos inexistentes? ¿Por qué usan su carisma, a veces innato, para generar una atracción hacia el odio por el odio? ¿Por qué los intelectuales pueden transmitir ese tipo de mensajes sabiendo que no lo son, o al menos no en la parte como él los divulga? ¿Por qué? Muy sencillo: porque saben que a ellos los van a escuchar más que a la misma verdad, argumento ilógico por sí solo.

Pero el problema es mucho mayor: pensamos que esto es una situación actual, y no lo es. Somos así desde hace mucho tiempo, probablemente siempre, porque un grupo tan grande de personas (de su audiencia y sus lectores) no nacen de un día para otro, ni amanecen de la tierra (que no es poco); porque somos un pueblo que preferimos que pierda el contrario, antes que ganar, y nuestro talento, como diría “un perro aragonés” es el insulto y la blasfemia, antes que el razonamiento. Porque nuestra reflexión es la imitación: si tenemos un líder que nos da los argumentos, nos indica el camino y nos entrega el debate ya hecho, ¿para qué pensar si eso es justo, o si es sencillamente verdadero?

Los tres ejemplos que anteriormente he descrito hasta llegar a este punto son ciertos, tan ciertos como los insultos y su ignorancia, como los desplantes para la lucha contra enfermedades reales, pero la atención si era contra una imaginaria invasión africana; tan ciertos como que hay gente que ahora mismo muere de esas enfermedades, y también se esconde por el miedo a este odio.

Quien crea que todo lo dicho hasta ahora es “populismo” … No lo es. Hay quien creerá que es un estereotipo, y que así lo defienda; hay quien crea que realmente lo es, y me criticará. Lo cierto es que es cierto. No he mentido ni añadido nada fuera de todo lo que realmente viví. Yo no voy a criticar jamás a alguien que tiene una posición que legítimamente se ha ganado, y por tanto puede presumir de ello. Lo que no voy a permitir es que luzca su moral ante una hipocresía de la que luego hace también gala: los emblemas nacionales, la libertad de los patrios… Perfecto; pero se le presenta la oportunidad de ayudar a todo ello e impone o tuerce el silencio. No pretendo que toda la población sea socia de fundaciones porque sí, si realmente no están convencidas: si prefieren echar veinte euros al cepillo cada domingo, y con eso creen que ya hacen la caridad que limpia sus pecados, no seré yo quien les contradiga. Pero no voy a permitir la hipocresía de que aparten la cara a la gente que, en la calle, soportando precisamente eso y mucho más, solo les piden un minuto de su tiempo; que les digan “eso no me interesa”, y luego son los primeros en acogerse a estas ayudas si en su familia surge algún caso (y no es desear el mal, sino la realidad de que estas enfermedades son un azar… Pero, claro, eso lo sabrían si se pararan a escuchar). Y aún con todo, les intentas agradar el oído con devoluciones en la renta (con el valor que tiene que puedan incluso blanquearse lo que tienen), o con luchar para que este gobierno (y los que vengan) hagan algo e inviertan en este tipo de necesidades vitales.

Sin embargo, he caído en el error que precisamente intento subsanar con todo ello: a pesar de todo lo anterior hubo gente que ayudó sin mirar a qué, gente humilde que dio a pesar de no tener; parejas que acudían directamente a dar sus datos, sin que nosotros tuviéramos que convencerles de nada. También gente con mucho que dio mucho, sin reparo en hacerlo… Y eso también merece ser resaltado, casi más que los otros tres ejemplos.

Ni con lo bueno ni con lo malo…

Debemos observar el gris que se entrecruzan en todas estas experiencias, en las anécdotas e historias que te cuenta la gente a la que conoces en la calle, en la gente que ayudas sin saberlo, en las puertas de los taxis que abres a ancianas monjas, o en los pañuelos que das a mujeres desconsoladas; en las sillas de ruedas que empujas para acercar a un agotado joven a tomarse un café, y en las indicaciones que das a desempleados perdidos. En la gente detrás de la Fundación que ayudas y no hace falta conocer… O sí.

A pesar de todo, nos movemos en un mundo en el que solo importa una parte de la realidad, y con ella juzgamos el todo. El fuego con fuego se aviva; el clavo con un clavo se dobla… Con este relato la realidad no cambiará, pero al menos despertará frente al espejo de los calvos. Et tamen



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